1. El no lugar no es la utopía… aunque haya lectores desaprensivos de Moro o Campanella que persistan en tal idea, pasando por alto que, en los libros utópicos, la redención es dudosa (y la opresión abundante). Aquellas ciudades imaginadas, que ejercen su poder de imantación desde una esquina del mundo, no nos proponen la liberación, sino la perfección. Más que un proyecto hacia el bienestar del futuro, funcionan como un placebo al malestar del presente.
2. Cinco siglos después, los individuos enfrentan, en situación de vértigo, situaciones de incomodidad incluso más extendidas. Hoy basculamos entre el no lugar de la vida digital y el no lugar de la experiencia física del desplazamiento. Entre una asepsia virtual y una dolorosa -olorosa- traslación humana. Entre el ordenador y la patera, se multiplican las vías por las que se desagua el mundo. Entre la incomodidad de una humanidad derrotada en una costa y la incomodidad que sobreviene cuando esta intenta resurgir en la otra orilla.
3. Más que utópicas, estas condiciones resultan “atópicas”. Reflejan un malestar, digámoslo así, “alérgico”. No es ya la búsqueda afanosa de un territorio que no existe (el “no hay tal lugar” que traduce la utopía), sino la constatación concreta del espacio existente. Las piezas de Hugo Orlandini oscilan entre esas incomodidades. Sin dejar de iluminar, ni un solo momento, la colisión abrupta que tiene lugar en sus extremos.
4. Poder y Hogar. Escapar y Borrar. Control y Ayuda… Los teclados del ordenador, las órdenes de las cuales disponemos, no son sólo el vehículo para la descripción literal del malestar (el Mal Estar). Constituyen, per se, el relato mismo. Una hoja de ruta para avanzar por ese sin lugar. Orlandini amalgama lo táctil y lo virtual -la fuga y su narración- mediante un trabajo ritual. Su trabajo es obra y al mismo tiempo itinerario. Es invocación, pero también es mapa. Las distintas piezas de esta exposición son capítulos de un relato y, asimismo, vituallas para navegar (en cualquier sentido que hoy tenga esta palabra) el mundo.
5. En los orígenes de la era digital, la vida virtual (de Second Life a los videojuegos) imitaba a la “vida real” para modificarla y, a fin de cuentas, hacerla crecer. Aquí, sin embargo, ocurre lo contrario: lo real es la continuación de nuestra virtualidad, pero desde una condición menguante. También hay que decir que lo que se pierde en el éter se gana en la calle. Lo que se nos escapa en ilusión lo recuperamos en peso (esos bancos de los parques “hechos de teclados”). Todo lo alcanzado en el presente compromete cualquier posibilidad futura.
6. Los juguetes de CLIC: modelos para armar la represión y también pruebas de una cierta “infantilización” de la vida contemporánea. Más que por su tragedia, el mundo de los juguetes se equipara al mundo de las migraciones por su puerilidad. Por esa segunda infancia del desplazado, obligado a aprender a hablar, a caminar, a comer o conducirse. “Juguetes del destino”, así se nombran aquí. Estas piezas son a veces gadgets, y a veces publicidad. En última instancia, nosotros no resolvemos el rompecabezas, somos las piezas que otros arman y desarman a su gusto (para su cabeza).
7. El sueño dorado del éxito suele quedarse en pugilato. Por eso el material de una capa dorada no es, aunque así lo parezca, el de los campeones de boxeo sino la sábana térmica que espera después de una travesía en el mar.
8. Hay, en la exposición de Hugo Orlandini, un momento para las catástrofes. Ese “algo” que rompe la vida apacible, casi perfecta (“utópica” según desde donde se mire) de una cotidianidad a resguardo. En este caso, Orlandini parece seguir el imperativo de Goethe -“cuando me asalta el miedo invento una imagen”- que ilumina un capítulo de Ciudad pánico, libro que Paul Virilio dedica a la relación entre el terrorismo y la urbe. En esa obra, el atentado es un acto que imita los efectos del desastre natural. Diferentes en sus orígenes, ambos tienen en común ese resultado devastador, esa consternación ante el impacto, esa irrupción sorpresiva en la vida cotidiana. Atentado y catástrofe natural han dado lugar a una cultura del desastre que recorre Godzilla y el manga, Christopher Draeger o Thomas Hirschhorn. Si el fin de la historia ha resultado un imposible, no hay nada que niegue el fin del mundo como posibilidad.
9. Y hay un momento para el neón. Es el momento de un cierto advertising. Y de un anacronismo manifiesto. El “Yo soy”, bajo el que se anuncia cualquier recién llegado, está diciendo, en realidad, “Yo fui”. En un anuncio en el que se mezcla lo curricular con lo publicitario, una cierta pornografía con el mercado de trabajo.
10. El no lugar no es la utopía. Bien, pero… ¿y el lugar? Una celda de Guantánamo cierra este proyecto. En el doble sentido de que lo “clausura” y a la vez lo “enclaustra”. Guantánamo como realidad y como metáfora extrema del espacio cerrado. 49 kilómetros cuadrados en los que se cruzan los vestigios del comunismo y una base naval de resonancias neocoloniales. El terrorismo islamista y las torturas de la democracia liberal. El premio Nobel de Literatura (que lo aloja en el discurso de Harold Pinter) y el León de Oro del Festival de cine de Berlín (que premia Camino a Guantánamo, de Michael Winterbottom y Mat Whitecross). El arte radical de Banksy (que lo coloca en una parodia de Disney World con su instalación Big Thunder Mountain Railroad) y hasta el thriller de espías (El afgano, de Frederick Forsyth, El prisionero de Guantánamo, de Dan Fesperman). La palabra “Guantánamo”, hoy, no es más que el topónimo de una degradación bajo la que se designa el albergue de distintas cuarentenas geopolíticas. Y es también una prueba definitiva para saber si un creador es capaz de jugar sin las cartas marcadas.
11. Para Hugo Orlandini el no lugar no es la utopía. Que Guantánamo, precisamente, finalice su exposición, parece confirmarnos que el lugar… tampoco.
Hugo Orlandini: réplicas, paráfrasis y juegos de escalas
Anna Adell
Las ciudades están minadas de monumentos que en su época se erigieron al fascismo, al colonialismo, a los adalides de la esclavitud. Pasa el tiempo y una pátina cada vez más oscura va sedimentándose sobre la piedra. Parece que la memoria histórica también va enmoheciendo a la par, sino cómo explicar que los símbolos de represiones pasadas se hayan convertido en los emblemas urbanos más publicitados en los folletos turísticos.
Se han vaciado de valor simbólico para la mayoría de nosotros, pero no por ello son inocuos. Su vacuidad garantiza la indiferencia de la población ante la agenda absurda de restauraciones y actos sobre los que se asienta el artificio de la cohesión ciudadana.
Las propuestas artísticas de Hugo Orlandini a menudo combaten esa indiferencia generalizada mediante estrategias de re-contextualización: por ejemplo, traslada una foto publicada en un periódico al espacio de la galería y la transforma en escultura; lo mismo hace con el monumento de la Victoria de Madrid, o con la conversión de una celda de Guantánamo en caja de música. Cuando vemos las cosas fuera de contexto es más fácil que despierten nuestro sentido crítico, a lo que Hugo añade un estudiado juego de escalas, así como el trasvase de lenguajes entre la cultura popular y el arte elitista.
Una imagen periodística caduca al rato de publicarse; la mecánica mediática la hace transitoria y banal. Un discurso político pretende ser convincente. Un monumento público es perenne e incuestionable. Hugo invierte estos términos: funde en bronce, material noble y duradero, la imagen de unos policías sometiendo a un inmigrante; profana la supuesta seriedad de las campañas políticas haciendo aviones de origami con sus panfletos; y reduce a souvenir el arco de la Victoria de Madrid. Por el camino introduce otras capas semánticas: los policías devienen muñecos de playmobil garantizando el anonimato del poder coaccionario; el arco de la Victoria es tuneado añadiéndole una persiana que reclama su cierre, caballos fatigados conforman su cuadriga, y sus muros se dejan grafittear y colorear al gusto del cliente en un guiño pop.
Incluso dentro de cada uno de sus proyectos el artista plantea versiones dispares de sus apropiaciones, pasando de la instalación a la pieza tamaño bolsillo, del plástico al cemento, de la pieza única al objeto seriado. Réplicas, paráfrasis y derivaciones se insertan en los circuitos ideológicos que condicionan nuestro modo de pensar y actuar. El aspecto lúdico del surtido de souvenirs nos atrapa como a niños embelesados ante una tienda de juguetes, pero seducirnos no es un fin sino un medio para recuperar aquella curiosidad innata, aquel afán infantil por cuestionar en todo momento la supuesta lógica del mundo adulto.